martes, 3 de noviembre de 2020

La derrota de la memoria

El cementerio está vacío, como siempre. El día de Todos los Santos no es muy distinto aquí. Apenas media docena de ramos de flores frescas y otro tanto de flores plástico conforman una extraña y desordenada paleta de colores. Son el rastro que ha dejado algún familiar, quizás esta misma mañana, quizás hace ya unos días porque algunas de las flores frescas empiezan a marchitarse.

El silencio pesa. 

La mitad de las lápidas están vacías con restos de ramos de flores de plástico sucias, piedras y hasta algunos escombros en su interior. De un año al siguiente apenas media docena de personas vienen hasta aquí y es evidente que, llegado el día marcado por la tradición, el ramo nuevo sustituye al del año anterior, que simplemente se retira a un lado o al interior del nicho vacío, lo que le da un aspecto todavía más desangelado a todo el conjunto y hace más evidente, si cabe, el nivel de abandono.

El silencio pesa, la soledad también. 

El cementerio sigue vacío. El estado de abandono es evidente. No hay pavimento y el terreno es irregular mientras que los muros que rodean el cementerio están también a medio derribar –son los restos de la antigua iglesia que se mantienen en pie como testimonio de un pasado que en este lugar sigue pesando como las losas de las lápidas–. El ciprés imponente y majestuoso de la entrada remite a una falsa normalidad desde el exterior.

El silencio pesa. El abandono duele. 

Hay lápidas que ni siquiera lo son. En su día aquellos nichos se taparon con cemento y así siguen. Se escribieron los nombres en una caligrafía pobre y con pintura barata, que el tiempo ha borrado en su mayor parte. En otras se intuye solo alguna inscripción, que se intentó grabar de forma tosca sobre el cemento, pero de la que ya apenas queda rastro y resulta ininteligible.

El silencio pesa, la soledad también. El abandono duele porque es la derrota de la memoria.